Lamentablemente hay algunas personas en posición influyente que detestan estudiar Historia por lo que, como lo señala el lugar común, están condenados a repetirla, lo cual no sería un problema más que para esos ignorantes si no fuera porque arrastran consigo a otras personas.
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Paciello contra nuestra Constitución
Enrique Vargas Peña (foto de lanacion.com.py)
Los grupos que actualmente, y desde hace mucho, dirigen a algunos gremios de profesionales universitarios están embarcados en una intensa campaña de presión sobre el Congreso para que las cámaras legislativas reviertan el veto que impuso el presidente Cartes a un proyecto de ley de colegiación obligatoria que viola los Artículos 3 (indelegabilidad de los poderes estatales) y 42 (libertad de asociación) de nuestra Constitución (http://bit.ly/1p2AMjM).
El presidente del Colegio de Abogados, Oscar Paciello, publicó sus argumentos jurídicos en el suplemento judicial de ABC Color (http://bit.ly/1porOsQ) y sus interpretaciones políticas en la edición del 16 de junio del mismo diario (http://bit.ly/1iVoOjQ) y el Centro de Profesionales Universitarios del Paraguay (CEPUP) dio a conocer sus objeciones al veto presidencial el viernes, según leo en la edición de ayer de Ultima Hora (http://bit.ly/1lI3JgZ).
Quiero hacer notar que los argumentos mencionados no solamente no tienen en cuenta lo que nuestra Constitución dice, sino que tampoco les interesa lo que los constituyentes de 1992 quisieron cuando fijaron lo que dice: Un resumen de las actas de la Constituyente, publicado en Ultima Hora el 1 de junio no deja lugar a dudas acerca de que los constituyentes prohibieron la colegiación obligatoria cuando redactaron su Artículo 42 (http://bit.ly/1rxZ1aD).
El doctor Paciello por ejemplo, pretende, para dar al Artículo 42 un significado distinto del que tiene y del que los constituyentes quisieron que tenga; quiere que los paraguayos leamos nuestra Constitución en latín, y no en castellano: “El término ‘colegium’ en latín, según Cicerón significa ‘cuerpo, gremio…(Diccionario Nuevo Valbuena, París, 1893)”.
En latín, “colegium” podrá significar lo que quiera, pero parece necesario recordar que nuestra Constitución está en castellano, idioma oficial de nuestra República, y que “colegio” significa “(Del lat. collegĭum, de colligĕre, reunir). 4. m. Sociedad o corporación de personas de la misma dignidad o profesión”. El diccionario también aclara, por si algún cínico pretenda negarlo, que “sociedad” y “asociación” son sinónimos (“1. adj. Dicho de un vocablo o de una expresión: Que tiene una misma o muy parecida significación que otro”).
Y luego, el doctor Paciello pretende, al mismo efecto, dar a los colegios profesionales el mismo carácter que tienen como personas de derecho público el Estado o los municipios para deducir de tal pretensión la idea de que “así como no depende de la voluntad individual ser integrante de un Estado o un Municipio, puesto que tales realidades…se reconocen…por el simple hecho de hallarse dentro de sus límites territoriales, así también, el hecho de participar de determinada actividad conforma una entidad grupal con prescindencia de la voluntad individual de quien está inmerso en dicha estructura social”.
El doctor Paciello olvida, en su argumento, que otras personas de derecho público que él mismo menciona, “la Iglesia Católica, las universidades”, lo son sin afectar la voluntad individual de sus integrantes de pertenecer o no a ellas. Ningún paraguayo puede ser obligado a pertenecer a la Iglesia Católica por más persona de derecho público que ella sea.
La Iglesia Católica es una persona de derecho público cuyos integrantes son libres de entrar o salir de ella; de someterse o no a sus regulaciones. Y así deben ser los colegios profesionales en Paraguay porque eso es lo que dice nuestra Constitución y eso es lo que quisieron los constituyentes de 1992.
En su intento de equiparar los colegios profesionales al Estado o a los municipios, el doctor Paciello busca que el Congreso delegue en los colegios profesionales el poder de policía del Estado y que, por tanto, viole el Artículo 3 de nuestra Constitución que prohíbe expresamente tal delegación (“El gobierno es ejercido por los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial…Ninguno de estos poderes puede…otorgar a otro ni a persona alguna, individual o colectiva, facultades extraordinarias”).
El doctor Paciello confiesa en su argumento que efectivamente lo que quiere es una delegación del poder estatal al recordar un fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos del que cita el siguiente párrafo: “Nada se opone a que la vigilancia y control del ejercicio de las profesiones, se cumpla, bien directamente por organismos oficiales, o bien indirectamente mediante una autorización o delegación…en una organización profesional”.
“Mediante una autorización o delegación”. Esto podrá ser posible en muchos países, pero no en nuestra República, pues dicho Artículo 3 de nuestra Constitución prohíbe expresamente cualquier delegación del poder estatal.
En nuestra República el Estado y nadie más, puede ejercer el poder de policía (“la vigilancia y el control del ejercicio de las profesiones”). El Congreso no puede, sin violar el Artículo 3, delegar ese poder en colegios profesionales, aunque sean de derecho público, del mismo modo en que no puede atribuir a la Iglesia Católica el poder de castigar a sus miembros que no acepten voluntariamente someterse a su jurisdicción. Voluntariamente. Libremente.
El doctor Paciello cita, en auxilio de su pretensión de dotar de poder de policía a los colegios profesionales algunos fallos de las Cortes Supremas de Argentina y de Estados Unidos, olvidando el “pequeño” detalle de que ni la Constitución Argentina ni la Constitución de EEUU tienen norma alguna semejante a los Artículos 3 y 42 de nuestra Constitución. Paciello olvida que en Paraguay rige nuestra Constitución y no la de Argentina o la de EEUU.
Flor Pino, titular del CEPUP, en defensa de la pretensión del doctor Paciello sostiene que “el país necesita de esa ley para que la ciudadanía pueda ser defendida de la mala praxis de muchos profesionales mal formados en las llamadas ‘universidades de garaje’”.
Cabe dudar de la calidad y de la buena intención de quienes dicen que defenderán a la ciudadanía de la mala praxis si comienzan violando nuestra Constitución, que es la defensa por antonomasia de la ciudadanía. Es mentira que se pueda defender a la ciudadanía violando nuestra Constitución. Es un acto de mala fe. La ciudadanía se defiende con nuestra Constitución.
Se nota que los grupos que dirigen a los gremios profesionales no estiman a nuestra Constitución y que pretenden, como lo dejó claro José María Ibañez el 28 de mayo de 2014 ante los Diputados en defensa de la obligatoriedad de la colegiación, que un acuerdo con MERCOSUR debe estar encima de nuestra Constitución, violando su Artículo 137. Es lo que repite Flor Pino.
Con lo que se ve claramente que pretenden “vigilar y controlar el ejercicio de las profesiones” en nuestro país con arbitrariedad y autoritarismo.
Artículo publicado en la edición del domingo 22 de junio de 2012 de La Nación (http://bit.ly/1uThpHe).
Irak, la tiranía de la religión
Enrique Vargas Peña (foto de
Un día cualquiera del año 1977, hace menos de cuarenta años, pocas personas en el mundo hubieran creído posible que se pudiera volver a sufrir el tipo de horrores que la cuenca del Mediterráneo había sufrido desde que los cristianos conquistaron el poder en el Imperio Romano (edicto de Tesalónica, año 380) hasta que fueron despojados del mismo mediante los decretos de agosto de la Revolución Francesa (11 de agosto de 1789).
Las hogueras mediante las que los inquisidores religiosos mataban en las plazas públicas, la censura de libros, las condenas por disentir, las lapidaciones morales a que estaban sometidas las mujeres, la sumisión que les habían impuesto, todo, en fin, lo que caracteriza a las sociedades regidas por la religión, parecía cosa del pasado, una penosa lección que la humanidad jamás debería volver a repetir.
Incluso en el mundo islámico, la egregia figura de Mustafá Kemal, Ataturk, imponía la civilización, sustrayendo de los sacerdotes todo poder político y secularizando las leyes de Turquía.
Ataturk fue el modelo de toda una generación de líderes, de izquierda y de derecha, que intentó, en el mundo islámico, seguir el camino de la liberación, desde Gamal Abdel Nasser en Egipto hasta Yasser Arafat entre los palestinos, pasando por los Pahlevi en Irán, Bourgiba en Tunez o Boumediane en Argelia.
Pero ese mismo día mencionado al principio, ese preciso día, se estaba gestando en París, Francia, una regresión cataclísmica: Los sacerdotes iraníes, liderados por el ayatollah Ruhollah Khomeini, capitalizaban silenciosamente el descontento masivo ocasionado por la corrupción del último de los Pahlevi, Mohamed Reza, y organizaban su reemplazo por una teocracia.
En febrero de 1979 secuestraron el levantamiento del pueblo iraní, que pedía democracia, y establecieron la República Islámica de Irán, imponiendo rápidamente el poder político de los sacerdotes y la confesionalidad de todo el sistema legal.
El ejemplo impulsó a los rivales regionales de Irán, Arabia Saudita y las demás monarquías del Golfo Pérsico, a impulsar también ellas, dotadas todas de enormes recursos petroleros, movimientos políticos en todo el mundo islámico que impusieran en el poder a sus respectivas ramas del islamismo.
Pakistán y Afganistán fueron los principales destinos del dinero saudita, pero no los únicos, enviado con el propósito de fomentar el establecimiento de estados islámicos, ciertamente no chiitas como el iraní, sino wahabitas como el saudita. Pronto se sumaron los sunitas de varios países a lograr también ellos su propio Estado islámico.
A pesar de la tremenda experiencia iraní, que le afectó directamente (toma de su embajada en Tehran, 4 de noviembre de 1979) y donde empezaban a reeditarse los horrores del poder religioso con penalización de la blasfemia y la apostasía, la censura de libros, las condenas por disentir y las lapidaciones morales a que estaban sometidas las mujeres, Estados Unidos, país en el que la religión está absolutamente separada de la formación de leyes en virtud de la Primera Enmienda de su Constitución, apoyó los movimientos de los saudíes en la creencia, completamente infundada, de que la religión era un instrumento adecuado para combatir al marxismo leninismo, ideología oficial de la Unión Soviética, su rival por la hegemonía mundial.
Como el marxismo proponía el ateísmo, los estrategas norteamericanos vieron en la religión una fuerza motivadora para enfrentar a los soviéticos en todo el mundo, de ahí su tolerancia a las dictaduras católico-militares de América Latina y su apoyo a los terroristas islámicos de Afganistan, entre ellos el saudita Ossama Bin Laden.
Los resultados de la alianza de Estados Unidos con fuerzas religiosas, ejemplificada por el entendimiento entre Juan Pablo II y Ronald Reagan sobre Polonia o por el apoyo a los talibán que combatían por establecer un califato islámico en Afganistán se sellaron con un resonante triunfo que precipitó el derrumbe y la desaparición de la Unión Soviética.
Esto impulsó, además, el surgimiento con mucha fuerza del cristianismo fundamentalista en Estados Unidos, que reivindica el mismo tipo de teocracia que rige en Irán, cristiana ciertamente, pero teocracia como la iraní.
Tal vez el único gran teórico norteamericano que intuyó aspectos de los riesgos de esta estrategia fue Samuel Huntington, quien los resumió en su ensayo “Choque de Civilizaciones”, de 1993, y en su famoso libro, con el mismo nombre, de 1996.
La magnitud del error, que en América Latina ya había mostrado algunos indicios con curas comprometidos en torturas y obispos bendiciendo a dictadores, empezó a verse pronto, pues en todas partes donde lograron poder, los religiosos establecieron enseguida regímenes mucho más oprobiosos y tiránicos que las dictaduras comunistas que se pretendían reemplazar o prevenir.
Mientras esto sucedía, los cristianos fundamentalistas norteamericanos lograron instalar en la presidencia de Estados Unidos a George W. Bush y conquistar influyentes espacios en el Congreso, con un programa teocrático que les hacía ver con simpatía el establecimiento de regímenes religiosos.
Ni los espantosos atentados del 11 de setiembre de 2001, realizados por religiosos por motivos religiosos, lograron hacer cambiar la perspectiva a los fundamentalistas norteamericanos.
En 2003, Estados Unidos derrocó a la dictadura laica de Saddam Hussein imperante en Irak, aun cuando ella había sido su aliada en tiempos del conflicto con Irán, utilizando en su auxilio a fuerzas sociales iraquíes seleccionadas con criterios religiosos: La mayoría chiita iraquí.
Los chiitas iraquíes intentaron emular a sus correligionarios iraníes desde el principio mismo de su gestión del gobierno iraquí, segregando, por motivos religiosos, a la minoría sunita.
Los resultados están a la vista. Irak se deshace hoy en medio de una furiosa guerra civil en la que, en el momento en que escribo esto, los fundamentalistas religiosos sunitas se encuentran a las puertas de Bagdad, la capital de Irak, para establecer, esta vez ellos, una dictadura religiosa igual o peor a la que los talibán impusieron en Afganistán.
Para intentar frenar a los sunitas, Estados Unidos ha llegado ahora a la paradoja de verse aliado a la teocracia iraní, aparentemente sin haber aprendido la lección de que aliarse a los religiosos no contribuye a ensanchar la libertad en el mundo sino a reducirla, sin haber entendido que nada hay más retardatario que un régimen político teocrático, sin haber actuado en base a las ideas de su propia Constitución, que separa absolutamente la religión del manejo de la cosa pública.
Cualquiera sea el resultado de la tragedia iraquí, será consecuencia de una absurda guerra de religión y los vencedores no establecerán la libertad sino una tiranía basada en la aplicación de libros “santos” que desprecian a las mujeres, castigan el pensamiento, destruyen la igualdad y alimentan el odio teológico.
Artículo publicado en la edición del domingo 15 de junio de 2014 de La Nación (http://bit.ly/1kW45kC).